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El robado a Ábalos donde denigran la imagen de su acompañante

Comensales retratan a José Luis Ábalos junto a su acompañante en un restaurante.
Comensales retratan a José Luis Ábalos junto a su acompañante en un restaurante. (CharlieBass/Twitter)

Si el cotilleo es deporte nacional en España, la envidia es la sustancia isotónica necesaria para dar la talla en los ruedos del chismorreo. Producida en nuestras entrañas, es capaz de corroernos hasta llegar a niveles de una bajeza moral que se supera a diario. Quizás en tiempos de Miguel de Unamuno, esta dentera parecía más discreta -y no por ser españoles hechos de otra pasta precisamente, más bien por carencias tecnológicas- y aun así seguía siendo un mal endémico muy nuestro. Por eso, las palabras del filósofo son de esas frases que jamás envejecen: “¡La envidia! Ésta, ésta es la terrible plaga de nuestras sociedades; ésta es la íntima gangrena del alma española”.

Cuando la envidia se une a la indignación, perdemos el norte como sociedad.

Para que alguien destruya su propia elegancia, primero es imprescindible toparse con un elemento discutiblemente noticioso. Por ejemplo, coincidir con el exministro socialista, Juan Luis Ábalos, en un restaurante de Segovia. Luego es necesario observar: ¿Con quién está? ¿Qué hace? ¿Qué come? ¿Cómo se comporta? ¿Cómo lo miran?… Para entonces, la persona que está dedicando su tiempo y sacrificando su almuerzo en un lugar exclusivo con el fin de alimentar su curiosidad ya ha cruzado una línea de no retorno. Llegan los juicios, las valoraciones, las tentaciones. Sacar el teléfono y hacer una foto a escondidas cambia el curso de la comida: de primero, ruindad; de segundo, la mezquindad de plantearse publicar la instantánea en redes sociales y de postre, la excrecencia de un texto edulcorado.

GUÍA | Los pasos que tienes que seguir para poder ver un vídeo de Twitter no disponible por tus preferencias de privacidad

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La bajeza ya no queda contenida en la mesa que observa, cotillea y enjuicia. Una vez llega el click, la expansión de la instantánea es incontrolable y el interés se traduce en retweets y en likes, en comentarios que dan fe de lo bien que se nos da nuestro deporte nacional, de cuán extendida es esa plaga que gangrena el alma española. El personaje público ve ultrajada su privacidad y la persona que le acompaña, anónima, se convierte en el objeto de la vileza social.

Últimamente se ha puesto de moda eso de mostrar a los políticos en sus quehaceres. José Luis Almeida, alcalde de Madrid, -o alguien que se parecía mucho a él- fue presuntamente pillado con una chica, y la imagen circuló en redes sociales.

Ahora, Ábalos y su acompañante se han convertido en el objetivo de aquellos que se atreven a dar lecciones morales escondidos detrás de sus pantallas. En ambos casos, las mujeres que estaban con los personajes públicos fueron víctimas del desprestigio, de las asunciones y de la maldad. Especialmente duros han sido los comentarios vertidos sobre la compañía del diputado.

El odio hacia el personaje salpica sin miramientos a sea quien sea su acompañante, sobre todo si es mujer. De ella no se sabe nada, pero se dice mucho, y todo basado en apariencias, en conjeturas que dañan su imagen. Esto, para que un tuitero tenga su minuto de gloria dentro de su rebaño, de su zona de confort y con la verborrea propia que acompaña a los dos extremos de la España polarizada, capaz de todo para hacer buenos sus ideales. En esta ocasión, el péndulo oscila hacia la derecha, en otras, hacia la izquierda y mientras tanto, la sociedad sigue perdiendo la clase. Entonces prolifera el reporterismo anónimo que nutre a los medios de comunicación más radicales y alimenta los argumentos de parte de la sociedad con una indignación muchas veces legítima, pero que no justifica el acoso y el hostigamiento. El que la clase política española sea vergonzosa no significa que toda persona que pase tiempo con uno de nuestros representantes, incluso sus familiares, tengan que sufrir daños colaterales.

Es fácil pasar por alto una máxima contrastada: tenemos a los políticos que nos merecemos. Ellos son nuestro reflejo y se convierten en una versión amplificada de lo que somos o de lo que muchos aspiran a ser -en términos de aceptación, de aprobación, de prestigio...-. Criticar lo que se ansía es muy nuestro también, ese doble rasero tan propio de nuestro Parlamento y tan a pie de calle. Si hay a quien le molesta que a sus amigos les vaya bien, ¡cómo no les va a carcomer el éxito de sus enemigos!

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