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La carambola que evitó la muerte de Marta en los atentados del 11-M

La joven llegó tarde al tren y se subió por una puerta distinta de la habitual. Pocos segundos después, una bomba estalló en el lugar en el que ella solía estar

Como cada mañana Marta, una adolescente de 14 años del madrileño barrio de Santa Eugenia, cogió el tren de Cercanías que la llevaba al colegio Virgen de Atocha en el que estudiaba. Iba acompañada por sus amigos en una rutina diaria que ese día cambió.

Ya sea porque ella salió más tarde de casa, ya sea porque ese día el tren llegó antes o simplemente que la joven estudiante apuró hasta el último momento repasando el examen de Geografía, el último que le quedaba, programado para media hora más tarde.

El caso es que Marta no llegó a tiempo a subir por la misma puerta del tren que de costumbre, la segunda de ese cuarto vagón que siempre compartía con sus compañeros. Las puertas se cerraban y ella tuvo que correr; entró in extremis, por la primera puerta. Una carambola que salvó su vida, ya que pocos segundos después iba a haber una explosión en el lugar exacto en el que ella habría estado cualquier otro día, no ese. Pasaban pocos minutos de las 7:30 y era 11 de marzo de 2004.

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“Iba al colegio y quedaba con mis amigos a las 7:30 horas normalmente, pero ese día llegaba tarde y ellos ya se metían, así que fui corriendo. Siempre cogíamos el mismo vagón y ese día cómo llegábamos tarde nos metimos en el mismo vagón, pero por otra puerta. Me salvó la vida”, recuerda ahora Marta Martín de Blas, de 24 años y felizmente diplomada en Administración y Dirección de Empresas, el día en el que los sueños, las ilusiones y las esperanzas de miles de madrileños quedaron truncados por unos terroríficos atentados en cuatro trenes de Cercanías que dejaron 192 muertos y miles de heridos.

Ella viajaba en el de Santa Eugenia, el tercero que explotó. Pero el destino, caprichoso e inescrutable, estaba a punto de regalarle a Marta una segunda oportunidad de volver a nacer, de salir casi ilesa de un acto terrorista que puso los pelos de punta a medio mundo. Y es que nada más entrar en el vagón, segundos antes de la explosión, la joven se agachó para coger un libro de su mochila. Es lo último que recuerda de ese momento. Instantes después todo era caos, destrozos, gritos y confusión.

El tren no lo recuerdo, recuerdo verme con toda la ropa rota, tocarme el pelo y pensar en qué me había ocurrido, los pantalones y el abrigo a tiras. Salimos, nos sentamos en las escaleras de la estación, oía todo muy de lejos y solo quería volverme a casa”, relata.

Tenía quemaduras en la cara, en las manos y una herida entre la pierna y el glúteo por culpa del impacto de un trozo de metralla que había salido volando como consecuencia de la explosión. El haberse agachado para coger el libro probablemente había salvado su vida de nuevo.

Si le da en la espalda la deja paralítica y si le da en la cabeza la mata. Tenía la cara quemada, el pelo quemado y mal los tímpanos por la explosión”, enumera Susana de Blas, la madre de Marta, que 10 años después aún se emociona como el primer día cuando recuerda esos 15 minutos, los más largos de su vida, desde que Marta se fue de casa hasta que se volvieron a reunir en la destrozada estación, a apenas unos metros de distancia del hogar.

“Estaba haciendo la cama del hermano de Marta y de repente oí la explosión y te juro que pensé: una bomba en el tren de Marta, pero empiezas a pensar que no puede ser. Y oí sirenas y un jaleo muy raro por la calle y entonces sonó el teléfono y era Marta pidiéndome que la fuese a buscar que había habido un accidente”.

Entre la confusión y el aturdimiento, Susana salió de casa a toda velocidad, ignorando aún lo qué había ocurrido, sin saber que un tren en Atocha y otro en El Pozo habían explotado pocos segundos antes, que otro en la calle Téllez había estallado pocos segundos después de la explosión que la había sobresaltado en Santa Eugenia. El panorama que estaba a punto de contemplar no lo iba a olvidar jamás.

“Recuerdo todas las escaleras llenas de gente, pero en silencio. Nadie chillaba, nadie lloraba. Entonces vino Marta, con la cara negra, el pelo abrasado y la ropa a jirones; donde ella había estado sentada había un charco de sangre”, rememora.

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Pero Marta tuvo suerte, mucha suerte. Porque tras pasar apenas un par de días en el hospital, pudo volver a casa. Una semana después retornaba al colegio, en el mismo tren de siempre, con sus amigos de siempre, todos ellos con alguna herida de ese día, pero vivos y sin ningún tipo de secuelas para el futuro.

Solo estuvo un mes yendo al psicólogo; su mejor terapia fue recuperar su vida tal y como era antes del 11-M; sin olvidar claro, pero sin ningún tipo de miedo a montar en el tren, aplicando a rajatabla el consejo que le había dado su padre: ‘te ha pasado algo que no vas a olvidar nunca, pero debes seguir adelante’.

“Igual si hubiese sido más mayor me habría costado más pensar en otra cosa, pero siendo tan pequeños intentamos hacer vida normal. Más mayor si me ha pasado el ir sola y en tensión por los recuerdos y tienes nerviosismo”, desvela Marta.

Han pasado los años y los recuerdos de ese 11 de marzo permanecen imborrables en la mente de Marta y Susana, pero ambas tienen motivos para sonreír, una junto a la otra mientras que toman una Coca Cola y un café descafeinado en un mesón del barrio, y rememoran por primera vez ante un medio de comunicación lo que les tocó vivir ese día.

Pienso muchas veces que mis amigos y yo tuvimos mucha suerte”, confiesa Marta mientras que apura el refresco y enciende un cigarrillo.

Ahora, 10 años después, se muestra ilusionada con la posibilidad de sacarse el grado en ADE, completada ya la diplomatura. También está feliz del trabajo que tiene “de lo suyo” en una empresa de viajes online en la que espera ir haciéndose poco a poco un hueco. Y por supuesto de poder seguir charlando y ‘discutiendo’ con su madre muchas veces sobre miles de cosas. “Discutimos mucho como madre e hija”, recuerda Susana con una sonrisa.

Porque no cabe duda que ese 11 de marzo de 2004, la vida de Marta, la de Susana, la de miles de madrileños y la de millones de españoles cambió drásticamente en un negro suceso que tiñó de lágrimas, tristeza y desolación a una ciudad acostumbrada a sonreír.