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Lo que hay detrás de las fechas de vencimiento en las etiquetas de los productos que consumimos

Si hay un buen ejemplo culinario que me dejaron mi madre y mi abuela es la práctica de olerlo todo antes de cocinar o recalentar.

Usar los sentidos como un método para determinar si un alimento está apto para el consumo es instintivo. A mí me basta con entrar a la cocina para saber si tengo una naranja o una patata podrida en la despensa.

La cosa se complica con las comidas procesadas, envasadas y refrigeradas como los lácteos, los fiambres, o los alimentos enlatados o empaquetados como las legumbres preparadas o los confitados. Allí no sólo tenemos la barrera física del envase, sino que también nos topamos con una etiqueta que nos advierte la fecha de caducidad del alimento.

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Reconozco que al leer que estoy a punto de comer un yogurt vencido no uso mi fino sentido del olfato, sino que me dejo llevar por la razón. Ante la duda de que el contenido se haya descompuesto y me cause una intoxicación alimentaria lo tiro a la basura sin siquiera abrirlo.

La descomposición de los alimentos en verano o los climas tropicales es bastante común. Uno de los grandes enemigos son los insectos que se reproducen en los granos o las pastas, la maduración acelerada de las frutas o el moho que le sale al pan, a los bizcochos o a cualquier alimento fresco que tenga un buen porcentaje de humedad.

Pero allí interviene otra vez la buena costumbre de usar los sentidos. No es recomendable tragar lo primero que nos encontramos para saciar el hambre. Antes de morder una magdalena debemos mirarla, olerla y cerciorarnos de que está en perfecto estado.

La verdad es que las pocas veces que me he intoxicado ha sido en restaurantes, donde los saborizantes y la mezcla de aromas despista a los sentidos. Sin embargo, tiro a la basura todo lo que se pasa de su fecha de vencimiento, aunque estoy consciente de que desechar alimentos en un mundo en el que miles mueren a diario de hambre es moralmente reprobable.

Las estadísticas internacionales son alarmantes. Hasta el 40 por ciento de la comida producida en Estados Unidos termina en los contenedores de basura. El impacto económico de ese desperdicio es enorme. Una investigación realizada en 2013 determinó que una familia promedio estadounidense tira entre 1.365 y 2.275 dólares en alimentos cada año.

Además, hay que contabilizar la comida que los productores y distribuidores desechan por su aspecto, por desperfectos en el empacado o porque no tuvo compradores.

El despilfarro de alimentos también es malo para el ambiente. El 25 por ciento del agua consumida en Estados Unidos se gasta en producir alimentos que nadie come. Y el 21 por ciento del desperdicio de los vertederos está formado por alimentos que fueron descartados en perfecto estado.

Es un asunto reprobable en un país que tiene unos 42 millones de personas viviendo en el límite de la seguridad alimentaria y el hambre.

¿Qué pasa con las etiquetas?

Los investigadores coinciden en que las fechas de caducidad casi nunca corresponden con el momento real en que un alimento se descompone. Y aunque casi siempre los productores las colocan con buenas intenciones, en la mayoría de los casos se trata de una información caprichosa y confusa.

Un reportaje publicado por Vox explica que esa información no se corresponde con una fecha de vencimiento. Y que esa mala interpretación pública incide de manera directa en malgastar alimentos e ingresos.

Y gran parte del problema es que la mayoría de nosotros creemos más en una etiqueta que en nuestros propios instintos y no nos sentimos capaces en discernir si un alimento es adecuado para nosotros.

Lo primero que hay que saber que las etiquetas no están realmente estandarizadas y tienen poco que ver con la seguridad de los alimentos.

Comenzaron a usarse después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los consumidores de los centros urbanos dejaron de usar las carnicerías, fruterías y abastos para concentrar sus compras en el supermercado.

Las etiquetas tenían un código que incluía la fecha como una guía para la rotación de los inventarios. Esa una información diseñada para los distribuidores y no para los consumidores. Pero los usuarios más acuciosos comenzaron a descifrar los códigos para adquirir los productos con menos tiempo en los anaqueles, entonces los productores comenzaron a colocar el día, el mes y el año de su distribución.

Los consumidores amaron la incorporación de esa fecha y aumentaron las ventas porque creció la confianza en los productos procesados.

En muchos países nunca se han estandarizado los criterios de las fechas del etiquetado para la mayoría de los productos, con excepciones de la fórmula infantil.

Eso hace que la información que obtenemos es inconsistente y varía de productor a productor. A veces leemos “Consumir antes” o “vender hasta” o “mejor si se consume antes”. Y las tres frases tienen significados muy distintos.

Esas fechas pudieran llegar a ser engañosas cuando se trata de la comida enlatada como las sardinas o un frasco sellado al vacío con mermelada. La mayoría permanecerá en perfectas condiciones durante meses o años después de la fecha de vencimiento que aparece en la etiqueta.

Claves para no malgastar comida (y no morir en el intento)

Carnes picadas, pollos, huevos, pescados

Lo primero es determinar el grado de inocuidad de un alimento. Si te comes una manzana lavada pero podrida seguramente nada te pasará, pero pudieras poner en riesgo tu salud si consumes proteínas animales en mal estado. Es muy importante prestar atención a la fecha de empaquetado de las carnes molidas y picadas porque contaminarse con bacterias que pudieran ser mortales como la Coli, la Salmonella, la Listeria monocytogenes o el Staphylococus aureus.

También recomendable comer pronto el queso blando, pollo, pescados, moluscos y mariscos.

Los huevos crudos también pueden contaminarse con salmonella. Para saber si un huevo está en buen estado, lo puedes dejar caer en un vaso con agua. Si se hunde aún es comestible puedes prepararlo, pero si flota está podrido y debes tirarlo.

Es conveniente que evites las bayas como las fresas, moras y frambuesas descompuestas porque pudieran tener una bacteria que llaman Cyclospora, que puede generar intoxicación e infección.

Lácteos

Si confías en el proceso de producción de la leche que compras en casa y el líquido está debidamente pasteurizado, la leche no te hará daño si es homogénea y huele bien.

En el caso de los yogures debes revisar que el bote no tenga orificios que pudieran exponer el contenido a microorganismos patógenos.

Otro truco es mirar la tapa del yogur, pero el dato es aplicable a cualquier otro alimento. Si está abombada o notamos que sale gas al abrirlo debes descartarlo. Cuando un envase se abomba significa que está lleno de gas producido por la reproducción de bacterias.

Enlatados y empaquetados

Aquí lo mejor es usar tu sentido común. Es posible que unas patatas fritas viejas ya no estén tan crujientes o que un chocolate que no ha sido bien almacenado se ponga blancuzco y pierda la humedad. Pero en ambos casos, si los comes no te matarán.

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