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Cuando el desproporcionado y deforme miembro viril del rey Fernando VII se convirtió en una cuestión de Estado

A Fernando VII le tocó reinar en una de las épocas más convulsas de la Historia de España, siendo admirado por unos pocos (que lo llamaban ‘el Deseado’) y odiado por la mayoría (que lo bautizaron como ‘el rey Felón’), ha quedado para la posteridad como el peor de los reyes que han pasado por el trono español (no solo de los Borbones, sino de todas las casas reales).

El desproporcionado y deforme miembro viril del rey Fernando VII se convirtió en una cuestión de Estado (imagen vía Wikimedia commons)
El desproporcionado y deforme miembro viril del rey Fernando VII se convirtió en una cuestión de Estado (imagen vía Wikimedia commons)

A lo largo de su vida contrajo matrimonio hasta en cuatro ocasiones, en una búsqueda desesperada por tener un descendiente a quien dejar como heredero del reino e intentando que, tras su fallecimiento, el trono no fuese a para a manos de su hermano Carlos María Isidro de Borbón, un pretendiente ultraconservador que fue capaz de llevar al país a una serie de conflictos bélicos (Guerras Carlistas) en un desesperado intento por ser coronado rey.

Las crónicas de la época se dedicaron a culpabilizar a las respectivas esposas del monarca, a las que señalaban como infértiles o incapaces de engendrar un hijo. Pero la intrahistoria de aquellos matrimonios esconde otra razón muy diferente respecto a la dificultad por mantener relaciones sexuales: el desproporcionado y deforme miembro viril de Fernando VII. Éste padecía de macrosomía genital, la cual consistía en tener un pene desmedidamente largo, estrecho por la base y un glande excesivamente grueso. Según dejó por escrito el célebre historiador, de origen francés, Prosper Mérimée, el Borbón tenía unos atributos sexuales […]fino como una barra de lacre en su base, tan gordo como el puño en su extremidad […]. A pesar de que los facultativos y personal de confianza eran conocedores de ello, se dedicaron a ir señalando como responsables a las diferentes mujeres con las que se casó.

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Fernando VII no consiguió tener descendencia con su primera esposa María Antonia de Nápoles con quien contrajo matrimonio en 1802, cuando ambos acababan de cumplir 18 años de edad y no tenían ni idea de cómo se concebía un hijo. El entonces Príncipe de Asturias y heredero al trono se comportaba de una manera tosca y torpe en el lecho nupcial, provocando el miedo y rechazo por parte de su esposa, con quien no logró consumar hasta un año después de la boda. La joven sufrió dos abortos y falleció en 1806, a causa de tuberculosis.

El segundo matrimonio, del ya entonces rey, fue en 1816 con su sobrina María Isabel de Braganza, que contaba con 19 años de edad (13 menos que él). También constan como pocas las relaciones conyugales, aunque quedó embarazada poco después del enlace, dando a luz en agosto de 1817 a una niña (que recibió el nombre de María Isabel Luisa) y que falleció súbitamente con tan solo cuatro meses y medio de vida (en enero de 1818).

Pocos meses después María Isabel de Braganza volvería a quedarse embarazada, pero, en diciembre de 1818, tuvo lugar un hecho realmente trágico y espantoso, debido a que sufrió un síncope (desmayo profundo) estando en avanzado estado de gestación y los médicos reales, creyendo que la reina había fallecido, decidieron efectuarle una cesárea para extraer al bebé de sus entrañas. Según las crónicas, en aquel momento profirió un desgarrador grito de dolor, muriendo tras aquella salvajada, al igual que el nonato que fue sacado sin vida.

Diez meses después de enviudar, y ante el acuciante deseo de conseguir un heredero cuanto antes, Fernando VII, a los 35 años, se casó en octubre de 1819 en terceras nupcias con la germana Marie Josepha Amalia, de tan solo 15 años de edad (cumplía los 16 en diciembre) y que era hija del príncipe Maximiliano de Sajonia y a su vez sobrina del monarca español.

Fue un matrimonio que duró hasta 1829, año en el que la reina consorte falleció por unas ‘fiebres graves’ (tal y como se denominaba a las muertes que se producían sin saber el motivo real de las mismas). A lo largo de la década que estuvieron casados, María Josefa Amalia (se españolizó el nombre) y Fernando VII mantuvieron muy pocas relaciones sexuales, al principio por la inexperiencia de ella y el terror que sentía al ver a su esposo desnudo en el lecho conyugal con un desproporcionado y deforme miembro, el cual él tmpoco sabía usar con delicadeza y provocaba un gran daño a su jovencísima esposa.

Ante la imposibilidad de que ella quedase embarazada y creyendo los facultativos reales de que se debía a algún problema de infertilidad de la joven reina, en el verano de 1826 se envió a la pareja real a realizar unos baños en el balneario de Solán de Cabras (en la provincia de Cuenca) entre el 6 de julio y el 12 de agosto. Aquel lugar se había puesto muy de moda entre la aristocracia de la época gracias a sus aguas minero-medicinales, donde se acudía para curar todo tipo de dolencias: desde reumáticas, pasando por las anémicas, las del desamor (tal y como se llamaba por aquel entonces a la depresión) e incluso de infertilidad. Aquel lugar había sido declarado como ‘Real Sitio’ por Carlos IV en 1790.

Pero de nada sirvieron los tratamientos terapéuticos allí recibidos, ya que el problema no radicaba en la joven reina sino en la torpeza sexual del rey a la hora de utilizar su miembro viril, quien no era capaz de realizar el acto en condiciones y llegar a su fin, debido a los terribles dolores que provocaba en su esposa.

Según consta, era tal la rotundidad de María Josefa Amalia a negarse a mantener cualquier tipo de relación íntima con su esposo que éste llegó a pedir la intermediación del papa Pio VII, enviando el pontífice una carta a la reina consorte recomendándole a cohabitar, pero la encomienda papal de poco sirvió, falleciendo esta en 1829 sin dejar descendencia.

En diciembre de ese mismo año (tan solo siete meses después del fallecimiento de su tercera esposa) Fernando VII, ante la desesperación de ir cumpliendo años y no tener descendencia (tenía 45 y en aquella época ya se consideraba esa edad inapropiada para concebir hijos) decidió volver a contraer nuevamente matrimonio con otra de sus sobrinas (hija de su propia hermana) María Cristina de las Dos Sicilias, que contaba con 23 años de edad.

Fue durante este matrimonio cuando los médicos del rey determinaron que, probablemente, el problema de no haber tenido descendencia con sus tres esposas anteriores no se debía a estas sino al propio rey. El asunto de tener un heredero ya se había convertido en un asunto de Estado y había que poner remedio (si se quería evitar que heredara el trono el hermano del monarca, Carlos María Isidro de Borbón).

Asumiendo que, con toda probabilidad, era el desproporcionado miembro viril del rey lo que dificultaba el tener unas relaciones sexuales satisfactorias se le creó una especie de cojín con un agujero en el centro que se colocaría entre las partes íntimas de ambos cónyuges a la hora de intimar y que haría de tope para no causar daño a la joven esposa. Un inventó que dio sus frutos, debido a que tan solo un mes después de contraer matrimonio, la reina consorte quedó embarazada, dando a luz a una hija en octubre de 1830 y a la que bautizaron con el nombre de María Isabel Luisa de Borbón (futura reina como Isabel II de España). Incluso, la pareja llegó a tener una segunda hija dos años después (Luisa Fernanda).

El 29 de septiembre de 1833, a los 48 años de edad, Fernando VII falleció (llevaba tiempo enfermo con complicaciones renales entre otras dolencias), dejando como heredera al trono a su primogénita Isabel II, siendo hasta la mayoría de edad de esta la regente su madre María Cristina de las Dos Sicilias e iniciándose tres días después del fallecimiento del rey la Primera Guerra Carlista.

Fuente de la imagen: Wikimedia commons

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