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Just Eat y su destino a ser boicoteada por las peinetas de un repartidor "antifascista"

El repartidor de Just Eat realiza el gesto a los manifestantes.
El repartidor de Just Eat realiza el gesto a los manifestantes.

La ética, la política, la cultura y las cuestiones sociales catapultan a las empresas al mayor de sus éxitos, igual que las puede desterrar al más profundo de sus fracasos. En el anfiteatro de las redes sociales todos somos Julio César y, a base de tuits y retuits, se alza o se baja el pulgar con una facilidad pasmosa para sentenciar a compañías con las que los usuarios coinciden o discrepan. Algunas de ellas encandilan al personal y sobreviven el escrutinio, mientras que otras defraudan y van la hoyo; se las puede relacionar con ciertos personajes, o grupos de poder afines o no al verdugo en cuestión, con labores altruistas admirables, con precios abusivos o actitudes prepotentes… cualquier detalle cuenta para la condena de un pueblo formado por pequeños dictadores escondidos tras las pantallas de cualquier dispositivo, y claro, eso les convierte en expertos, en emperadores que ensalzan o boicotean a su antojo.

La manifestación celebrada este fin de semana en Madrid en contra de la gestión del Gobierno de Pedro Sánchez durante la pandemia ha sido un claro ejemplo de cómo la empresa de reparto de comida a domicilio puede pasar de la normalidad a ser objeto del tira y afloja que mantienen las dos Españas. La escena quedó inmortalizada y se hizo viral en cuestión de minutos. La imagen muestra a un repartidor de comida a domicilio que pasa por delante de varios manifestantes y les obsequia con dos peinetas, una en cada mano, mientras conduce su bicicleta. La izquierda lo trató rápidamente como un héroe con mochila, mientras que la derecha lo tildó de lamentable e impresentable. Los ataques personales pasaron a mayores y la empresa para la que trabaja el joven fue colocada en la mirilla de ambos bandos: los que defendieron que la compañía se deshaga de su trabajador por faltar el respeto y los que amenazaron con dejar de usar sus servicios si a los responsables de la misma se les ocurre echar al repartidor por “antifascista”.

Y sin comerlo ni beberlo, de la noche a la mañana, la empresa está en medio de un fuego cruzado en el que, haga lo que haga, su suerte en las redes sociales está echada. ¿Y ahora qué? ¿Están obligados a tomar partido o a dejar que corra el agua y ya volverá el río a su cauce? La disyuntiva ofende a los radicales, descoloca a los moderados y supera a aquellos que no tienen nada que ver con la política del todo o nada.

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No es la primera vez que sucede. Otras compañías de renombre han visto cómo el Julio César de turno han bajado el pulgar junto a miles de otros pequeños dictadores. Uber saboreó el albero cuando en febrero de 2017, apareció un vídeo en el que el por entonces CEO de la compañía, Travis Kalanick, flirteaba con dos mujeres en un Uber de lujo. Tras una discusión con el conductor - quien le recriminó que por culpa de la política de Kalanick había perdido miles de dólares - y en la que le llegó a increpar de malas maneras, los usuarios de las redes sociales dictaron sentencia y pocos meses después, éste y otros escándalos acabaron condenando a un Kalanick obligado a renunciar a su puesto. Todo por salvar la imagen de la empresa en la que el hashtag ‘borraUber’, trending topic en varios países, llegó a estar amenazada por una campaña negativa en redes sociales que no sólo afectó a su imagen, sino a su negocio.

Es así como los clientes cuentan con un megáfono virtual que les da un poder tal, que son capaces de moldear y amenazar el porvenir de las compañías con un dominio espeluznante. Algunos lo entienden como el proceso de democratización total, otros, como la dictadura del pueblo, mientras que otros directamente se encargan de contratar a empresas para que generen perfiles falsos con los que buscan desestabilizar y mover masas. Hay de todo.

Target se metió en un barrizal en 2016 tras publicar un blog donde afirmó a los clientes transexuales que se les permitía usar el baño en el que se sintieran más cómodos, ya fuera el de varones o mujeres. Aquello enfureció a tantas personas que formaron parte del hashtag ‘#BoicotTarget’, que la compañía se vio obligada a gastar alrededor de 20 millones de dólares en la construcción de baños individuales. Estos deseos de boicot pueden llegar incluso a ser creados por plataformas como ‘Grab Your Wallet’ (Agarra tu cartera) un portal dedicado a sugerir a los comerciantes a que dejaran de vender productos provenientes de la familia de Donald Trump cuando éste se erigió presidente de Estados Unidos. Coca Cola también sufrió un pequeño sabotaje en el norte de Australia en 2013 debido a que fue acusada de no cumplir con requisitos de reciclaje. Las imágenes virales en las redes sociales de máquinas expendedoras empapeladas con carteles donde se leía ‘fuera de servicio’ se convirtieron en un quebradero de cabeza para la compañía.

Las malas prácticas, los rumores, las mentiras o, como en el caso de Just Eat, un incidente específico, pueden tener un efecto negativo que acabe afectando a su imagen y a la intención de compra de los consumidores. Los llamamientos al boicot son peligrosos y ameritan un departamento de comunicación o responsable de redes sociales capacitado para apagar el fuego. Hasta el momento, la empresa no se ha pronunciado sobre el incidente y se desconoce si tomará medidas o no contra el repartidor. Será porque la comunicación negativa hace tanto o más daño que la llamada al boicot, o porque son conscientes de que este episodio particular se acabará diluyendo en el maremágnum de acontecimientos que suceden a diario entre dos facciones dispuestas a desprestigiar a la otra a cualquier precio. Caiga quien caiga.

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