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El problema no son los inmigrantes sino nuestro sistema (o los políticos) - opinión

Inmigrantes africanos descansan tras llegar a la playa Mareta en Tenerife, Islas Canarias, el jueves 12 de marzo del 2009 en España. (AP foto/Carlos Moreno)
Inmigrantes africanos descansan tras llegar a la playa Mareta en Tenerife, Islas Canarias, el jueves 12 de marzo del 2009 en España. (AP foto/Carlos Moreno)

Una de las cuestiones más polémicas que, supuestamente, iba a determinar los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo era la inmigración. Dejemos de lado el espinoso y dramático caso de los refugiados de guerra sirios, y consideremos exclusivamente el movimiento de personas tanto hacia los países de la Unión Europea como dentro de la Unión Europea, entre los países miembros.

La predicción compartida por muchos analistas era que un aumento de representantes de partidos de la derecha más radical significaría una política migratoria más restrictiva. Por otro lado, el éxito de los partidos de izquierda más radical tendría consecuencias opuestas. A estas consideraciones un tanto simplistas habría que añadir un análisis particular de los votos británicos.

La sorpresa es que no ha pasado nada, las medias tintas se han impuesto, y no se cumplieron los resultados más escorados. Todo en calma. ¿Qué significa desde el punto de vista de la libre entrada y salida de personas? Probablemente que habrá que esperar. Y eso no aclara mucho el panorama.

El típico miedo que despierta la inmigración

¿Cuál es la complicación? Es bastante claro que, en un país como España, con un alto porcentaje de desempleo, incluso a pesar de la mejora en los datos en los pasados años, la afluencia de inmigrantes puede tener consecuencias para los trabajadores actuales. En concreto, habrá más competencia en la búsqueda de empleo. ¿Y qué pasa si los que llegan son mejores que yo o están dispuestos a cobrar un salario más modesto? El miedo a ser desplazados por los que vienen de fuera despierta en la población todo tipo de sentimientos nacionalistas. El trabajo generado en España es para los españoles. O al menos para quienes ya estamos empleados en nuestro territorio. El prejuicio es notable y muy extendido.

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A este sesgo hay que sumar el miedo a la llegada de inmigrantes sin contrato de trabajo que vienen dispuestos a disfrutar de los beneficios de nuestro “estado del bienestar”.

Cuando a finales del siglo XIX se produjeron grandes oleadas de emigración hacia Estados Unidos y Latinoamérica desde la vieja Europa, la consecuencia económica fue la convergencia del precio del trabajo, la redistribución no coactiva de trabajadores allí donde eran necesarios, en función de su especialización y cualificación, y también dependiendo del tipo de actividad de cada país. ¿Por qué ahora no es así? La respuesta merece algunas reflexiones.

Lo que ocurre hoy en día

Curiosamente, en pleno siglo XXI, en el que las nuevas tecnologías nos permiten vivir en Miami y trabajar con personas de Madrid, Lisboa, Buenos Aires o Pekín, emigrar a otro país para trabajar en aquello en que eres bueno está mal visto. Esa necesidad atávica de permanecer en tu tierra nos puede. En economía, la correcta asignación de recursos es fundamental. No solamente porque genera una mayor eficiencia del factor: además, estudiar para trabajar en algo para lo que no te preparaste implica un gasto ocioso que, si es tuyo, no hay nada que objetar. Sin embargo, en la mayoría de los casos estudiamos con dinero de nuestros compatriotas. Ese es un primer punto.

Inmigrante de Senegal barriendo las escaleras del metro de Madrid. Foto: Luis Davilla / Cover / Getty Images.
Inmigrante de Senegal barriendo las escaleras del metro de Madrid. Foto: Luis Davilla / Cover / Getty Images.

La segunda reflexión se refiere al marketing social que genera un país como España, en el que la “calidad” de nuestro estado del bienestar es bastante alta. ¿Cómo no van a querer venir a disfrutar de sanidad y educación, por ejemplo, desde países donde esos servicios son peores? Exactamente por la misma razón que hay turismo médico para realizarse operaciones, estéticas o no, allá donde es más económico, también vienen quienes saben que aquí, lo más básico es gratis. Excepto que no lo es. Lo pagamos los contribuyentes.

¿Qué alternativas hay? ¿Exigimos contrato laboral? ¿Ponemos restricciones? ¿Creamos una ciudadanía de primera y otra de segunda para que accedan a los servicios públicos solamente quienes contribuyen? Antes de nada, habría que estudiar la posibilidad de hacer un seguimiento del cumplimiento de esos requerimientos y su eficiencia. Tengo mis dudas.

La otra alternativa es plantearse hasta qué punto nuestro “estado del bienestar” se ha degenerado hasta no ser sostenible. No tanto por los inmigrantes, como algunas personas piensan. Más bien por la venta de prebendas de los políticos nacionales, que compran votos de electores o de parlamentarios, para permanecer así en el poder. ¿Quién va a negarse a recibir una paguita, un beneficio estatal, un poquito de poder? ¡Me lo merezco! Y pasito a pasito, nuestra joven democracia está endeudada mucho más allá de sus posibilidades.

Por eso, quienes estamos más por las fronteras abiertas que por las restricciones, somos también quienes reclamamos una revisión a fondo de lo que gastan los gobiernos, de la rendición de cuentas, y pedimos volver al equilibrio presupuestario como condición necesaria para que la libertad de movimientos vaya unida a la responsabilidad.

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María Blanco es doctora en Economía. Profesora en la Universidad CEU-San Pablo de Madrid. Lleva años publicando análisis económicos y políticos en medios españoles y latinoamericanos. Autora de “Las Tribus Liberales” y “Afrodita Desenmascarada”. Es directora del programa “Ruido Blanco” dedicado a la economía en Masqueunaradio.com.

Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial o de Yahoo Finanzas.