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De la tele a los juzgados: por qué las historias con final feliz no se repiten

Ni la maratón televisiva de sus fundadores, ni el boom que vive la cocina (con programas, libros y doctrina para aburrir), ni la buena ubicación de sus locales han servido para salvar de la hecatombe a uno de los últimos inventos de la restauración ‘cool’: Wogaboo.

Cuando Borja y Alfonso Domínguez lanzaron su cadena de restaurantes en 2006 con un despliegue de medios casi limitado, no era fácil prever que en menos de 10 años el invento del Fun Eating iba a acabar en los juzgados, bajo la tutela de un administrador judicial y con las persianas echadas.

Jóvenes, guapos, emprendedores y muy activos en las redes sociales, los hermanos Domínguez eran candidatos al éxito. Más aún cuando ya no habían acariciado antes. En 2004 montaron una cadena de éxito de comida de estilo asiático que dio la campanada, The Wok, y que vendieron en apenas un año a uno de los magos del negocio de la comida (Plácido Arango, dueño de la cadena Vips y de media docena más de marcas) por un buen pellizco.

Con la cartera llena y un nuevo concepto de comida divertida, Borja y Alfonso crearon Wogaboo, abrieron seis locales propios y en 2011 pusieron en marcha un ambicioso plan de franquicias que pronto quedó en agua de verduras, recurriendo a simbología alegórica del sector. Cuarenta locales en tres años y 3 millones de euros de facturación no fueron suficientes para cubrir sus previsiones y la esencia de su plan de negocio se fue al traste.

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Seguramente pensaron que la historia podía repetirse: una marca chic, una carta con platos de todo el mundo y un slogan cercano para generar afinidad con el cliente. Tiraron de tecnología, mensajes a móviles y RRSS para invitar a volver a cualquiera que hubiera pisado sus locales y dejado su teléfono (con consentimiento, todo sea dicho). Pero la comida y el trato resultaban, al parecer, justitos. Aunque llegaron a facturar 17 millones de euros y superaron bien -todo un triunfo -los peores años de la crisis, los clientes ya no llegaban con la misma alegría y salían algo decepcionados.

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Nadie podía prever que la exitosa cadena acabaría liquidada en un abrir y cerrar de ojos. La originalidad de la idea y el nombre que se habían hecho los hermanos en el sector sirvieron de baza durante los primeros años de Wogaboo, pero no fueron suficiente. La carta era original y económica, pero le faltaba chispa. Alguien se olvidó de explicar a los empleados esa idea del fun eating que sus dueños proponían, pero estos no se dieron cuenta de esa parte hasta que un programa de la tele les invitó a infiltrarse en los fogones para ver el inicio de su declive en directo.

En 2014 presentaron concurso de acreedores (la antigua suspensión de pagos) y un administrador judicial se hizo cargo de la gestión del negocio. Aunque el centenar de acreedores de la cadena aceptó una quita del 30% para tratar de que el negocio volviera a andar, las pérdidas siguieron creciendo.

En pocos meses, Wogaboo ha pasado a la historia. De sus locales llenos de música, colorido y esencias internacionales sólo queda el recuerdo. Para algunos en los sentidos, si probaron la carta; para otros, en la hemeroteca: los fundadores se dieron cuenta de que su empresa se iba al traste mientras participaban en un reality de televisión. Un triste final para una marca que prometía diversión (fun eating) pero que no supo transmitirla más allá de los despachos. La experiencia es un don, pero parece que las historias con final feliz pocas veces se repiten.

IDNet Noticias